El amor en/por la escritura en la pluma de García Márquez
Florentino
Ariza escribía todas las noches sin piedad para consigo mismo, envenenándose
letra por letra con el humo de las lámparas de aceite de corozo en la
trastienda de la mercería, y sus cartas iban haciéndose más extensas y
lunáticas cuanto más se esforzaba por imitar a sus poetas preferidos de la
Biblioteca Popular (…). Su madre (…) empezó a alarmarse por su salud. “Te vas a
gastar el seso (…).” (…) Pero él no le
hacía caso. A veces llegaba a la oficina sin dormir, con los cabellos
alborotados de amor, después de haber dejado la carta en el escondite previsto
para que Fermina Daza la encontrara.
(Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera, Barcelona: Bruguera, 1985, II, p. 108)
Cuando llega la hora de despedir a un fabulador infinito como García Márquez, se impone hacerlo en la evocación de su palabra. He elegido para ello un fragmento de la que siempre ha sido mi novela favorita del colombiano: sé que no es ni la más conocida, ni la más alabada ni la más interesante técnicamente, y soy consciente de que se mueve en el terreno de la parodia de los folletines; pero me subyuga el universo -que estimo imperecedero- de El amor en los tiempos del cólera. De ella he entresacado uno de los muchos pasajes, con toque cervantino incluso, que exudan amor; y, en este caso, no solamente como ese sentimiento intenso que busca la unión romántica con el otro, sino también, y de una manera muy reveladora, amor por la escritura, que, desde la pasión que nace de la raíz de la emoción auténtica, se hace desatada y cuidada al tiempo en el personaje de Florentino Ariza, como lo fue en la práctica literaria de Gabriel García Márquez.
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